Por Susana Ginenez (#)
"¿Se puede privar al pensamiento de transitar ciertas fronteras -la de la ambigüedad, la complejidad, la crítica- bajo el pretexto de su peligrosidad ´objetiva´?"
María Pía López, "Hacia la vida intensa"
"¿Se puede privar al pensamiento de transitar ciertas fronteras -la de la ambigüedad, la complejidad, la crítica- bajo el pretexto de su peligrosidad ´objetiva´?"
María Pía López, "Hacia la vida intensa"
Una madre ahoga a su hijo en una bañera para vengarse del padre y para algunos pareciera que solo una fuerza diabólica e ingobernable pudiera explicar esa monstruosidad. Hasta nuestro juez platense a cargo del caso, sin temor al prejuzgamiento y habilitado por el clima social, inmediatamente pronostica reclusión perpetua. ¿Cómo es posible que una Madre haya podido hacer esto?
La Madre, como imagen idealizada, confiable, omnipotente, “inundible”, como madre de todas las madres, como madre de Dios, ha colapsado, se ha quebrado, se ha partido en dos dejando a la vista algo obsceno: esa madre es sobre todo una mujer, una persona que prefiere asumir el desprestigiado rol de mujer despechada antes que el de madre.
El reclamo de castigo ejemplar por haber violado los deberes de Madre, el azoramiento y la falta de palabras para explicar el hecho, el sentimiento generalizado de que algo catastrófico e inconcebible ha ocurrido, parten del mismo sobreentendido: el rol de madre es natural a la mujer, entonces resulta incomprensible actuar en contra de las leyes de la naturaleza.
Pero no sólo es eso, también es un rol sagrado, idealizado, sublime, un espejismo, y como tal un objetivo imposible de alcanzar, solo nos cabe aspirar a él. Se superponen entonces dos mecanismos: por uno se asocia indisolublemente a la mujer con la madre, por el otro nos dicen que todo lo que hagamos como madres será insuficiente, porque nunca podremos ser La Madre. No tenemos escapatoria, siempre podrán exigirnos más y estaremos en falta porque el rol que nos proponen no es humano, es divino.
En el imaginario social, cuando La Madre cae, solo puede caer como el Titanic: quebrada, porque paradójicamente el último acto invoca la perfección del mito para luego desalojar violentamente a la mujer de él, en medio de exclamaciones generalizadas de horror y de perplejidad, hacia un abismo inconmensurable, silencioso y helado del que no hay retorno, a merced de fuerzas enloquecidas que la traumatizan, la deforman y la dejan irreconocible (ya no es La Madre). La destrucción del mito demanda una puesta en escena a la altura, para que no vuelva a ocurrir, para que discipline a todos y a todas.
No ocurre lo mismo con un padre, y lo demuestra el tratamiento mediático que a los pocos días se le dio al caso del hombre que mató a su hijo adicto al paco. Aquí el monstruo era el hijo y el padre actuó en defensa propia (en la escala mediática, el paco infunde más miedo que el homicidio).
Semejante carga simbólica sobre nuestras espaldas (no somos mujeres que eventualmente desempeñamos un rol sino encarnación misma de La Madre) lógicamente tiene efectos secundarios. Por lo pronto, invisibilizar las circunstancias particulares, deshumanizarnos, colocarnos en una escala de juzgamiento en la cual estamos condenadas a priori si violentamos el exigente estereotipo (y me refiero no solo a este ejemplo extremo, sino también a otros miles más inofensivos).
Este razonamiento no tiene el objetivo de exculpar a una persona que mata a un niño, sino sólo el de levantar la primera capa de sentido que se instala “naturalmente” apenas cometido el hecho, cuando entran en juego un homicidio, una madre y un hijo.
Porque sólo después de desmantelar los mecanismos que nos aprisionan en modelos pensados para restringir libertades (que no se aplican exclusivamente a las mujeres, sino que cruzan transversalmente géneros, clases sociales, culturas, edades, religiones, profesiones) podemos empezar a encontrar otros significados y evitar la versión simplificada.
Salgamos de la discriminación de género y del linchamiento mediático para no caer en lo mismo que criticamos (invisibilizar lo que hay detrás). Pero no abandonemos todavía el barco que naufraga.
“Toda situación es susceptible de ser hendida en su interior, reconfigurada bajo otro régimen de percepción y de significación. Reconfigurar el paisaje de lo perceptible y de lo pensable es modificar el territorio de lo posible”, dice Rancière (**).
Entonces utilicemos para nuestros fines su sugerencia de “invertir la perspectiva habitual” y observemos no ya lo que se hunde sino lo que sale a flote.
“Otro hogar del Titanic es San Juan de Terranova, adonde un barco de rescate llegó con el último cadáver recuperado, el 8 de junio de 1912. Se sabe que durante meses, tumbonas, fragmentos de paneles de madera y otras reliquias fueron arrastrados por la marea hasta la costa” (*).
Las reposeras que estaban en la cubierta, zapatos, un guante de cuero, fotografías, maderas talladas, una baraja con un sello. Objetos, y personas que ahora son objetos, cuerpos muertos, cadáveres. Esto es lo que queda en la superficie.
Todavía podemos invertir la perspectiva de otra manera, siguiendo una hipótesis de Benasayag/Schmit(***). “Cuando uno sueña, delira y fantasea acerca de su familia, sueña delira y fantasea en realidad sobre el orden cultural, sobre el orden cósmico al que la familia corresponde como metáfora. El mundo no comienza en el umbral de la casa, sino en su interior: el orden del hogar corresponde al orden histórico del mundo humano en un determinado momento del devenir humano de la civilización. A menudo papá, mamá y la familia son metáforas de elementos mucho más grandes y poderosos”, dicen. Ya no es el buque la metáfora de La Madre, sino la familia la metáfora del mundo. Le sacamos a la madre el peso del mito que llevaba sobre sus hombros, ahora podemos verla como un ser humano, una parte, una señal de lo que pasa afuera. Como un ser instalado en el mundo ella cuenta en un solo acto algo de lo que el mundo le dice al niño.
“Los mataré yo, que los he engendrado”, dice Medea. En este escenario, el niño no es una persona autónoma sino algo que nos pertenece porque lo hemos producido. Está cosificado, no tiene valor como ser humano único e irreemplazable, como una singularidad, sino sólo como medida de la utilidad que nos puede dar, vivo, o muerto. Según las circunstancias puede ser un regalo, un rehén, un trofeo, un medio para alcanzar algo, un símbolo, un objetivo, una condecoración, un cuerpo que ocupa una silla, un número, un color, un sostén, una etiqueta, un producto, un reaseguro, un dispositivo de seguridad existencial, una insignia de poder o hasta un instrumento de venganza. En todas estas variaciones, y en mayor o menor grado, su función es siempre la misma: la de un objeto, una mercancía. El vínculo se ha convertido en un vínculo utilitario, economicista(***), que no necesariamente excluye el afecto, pero lo subordina, lo condiciona, lo transforma en algo que se acerca más a la dominación que a la libertad, más al egoísmo que a la posibilidad de compartir una dimensión común como personas. “Desmercantilizar significa mostrar que usamos, producimos e intercambiamos mercancías, pero que no somos mercancías ni aceptamos relacionarnos con los otros y con la naturaleza como si fuesen una mercancía más”, dice Boaventura de Sousa Santos en el diario de hoy(****).
Buscar y visibilizar los signos de estas relaciones no es nada fácil. Siempre son confusos y están mezclados. Cuando un bebé muere y es reemplazado inmediatamente por otro o, si el hijo ha sido víctima de un delito, por un reclamo de justicia, no deja de llamar la atención la aceleración del duelo, el rápido pasaje al estadío siguiente, el apuro por llenar el vacío que deja la pérdida (es cada vez más común ver cómo familiares de las víctimas consienten la lógica televisiva dando notas minutos después de acontecidos los hechos funestos). ¿Puede ser ésta una forma en que nuestros tiempos hiperconsumistas y transparentes recrean la escena tan temida? No se trata de juzgar las decisiones personales, y menos las que se toman al amparo del dolor o incluso como fruto de una falla terrible del sistema judicial, sino de poner el foco allí donde confluyen las coordenadas que pueden estar echando luz sobre lo que resulta difícil de ver o hasta de comprender.
Podríamos ir un paso más allá en la metáfora y pensar el filicidio como metonimia de la acción asesina del Estado y sus cómplices. Esta es la interpretación que sugiere Elsa Drucaroff cuando analiza la literatura de las generaciones de la postdictadura (aunque incluye también entre los filicidas -simbólicos- a la generación militante que no supo reflexionar sobre la derrota, quebrando así el puente de transmisión intergeneracional) (*****): “La innovación es la aparición de un imaginario generacional narrativo en el que los padres desean, cuando no producen activamente o se sugiere que han producido, la no existencia de sus hijos, su ausencia radical, su no subjetividad, su muerte. No manipularlos, controlarlos, castrarlos, volverlos infelices sino aniquilarlos, que se traduce directamente en asesinar o acorralar hasta el suicidio, o indirectamente en reclamarles invisibilidad, imperceptibilidad, que al menos hagan como si no existieran”.
Terrorismo de Estado, Malvinas, represión de diciembre de 2001, Cromañon, tragedia de Once, violencia policial y penitenciaria, los ejemplos de los últimos cuarenta años que han tenido como víctimas masivas a los jóvenes son innumerables.
Terrorismo de Estado, Malvinas, represión de diciembre de 2001, Cromañon, tragedia de Once, violencia policial y penitenciaria, los ejemplos de los últimos cuarenta años que han tenido como víctimas masivas a los jóvenes son innumerables.
Los casos extremos muchas veces guardan dentro de sí el ADN completo de todos los casos menos excepcionales que ocurren sin consecuencias tan terribles.
Sobre los restos del Titanic que yacen en el lecho del océano, dicen ahora los exploradores: “lo que fue un amasijo indescifrable se ha convertido en una fotografía de alta resolución del lugar del siniestro, con patrones que emergen claramente de las tinieblas”(*). Propongo una mirada del homicidio del hijo que en lugar de detenerse en el mito inalcanzable de la Madre sagrada, bucee en aguas más profundas para buscar otras significaciones en las cuales podamos encontrar nuestro lugar como ciudadanos, es decir, como personas que integran un entramado social de vasos comunicantes, y no como células básicas autosuficientes.
La Plata, 12 de abril de 2012
(#) “QUIEN ES QUIEN EN C1/2K”
(*) National Geographic, Vol. 30 Nº 4
(**) Jacques Rancière, “El espectador emancipado”, Manantial.
(***) Miguel Benasayag/Gerard Schmit, “Las pasiones tristes. Sufrimiento psíquico y crisis social”, Siglo XXI.
(****) Boaventura de Sousa Santos, Página12 del 12-4-12, “Democratizar, desmercantilizar, descolonizar”
(*****) Elsa Drucaroff, “Los prisioneros de la torre”, Emecé
Muchas gracias por enviarme esto, estaba de viaje pero lo leí a las apuradas y me parece un artículo con ideas audaces y necesarias y me alegra que de algún modo Los prisioneros... sirva para pensar y discutir.
ResponderEliminarEvidentemente el filicidio cuando viene de la madre se carga de acentos especiales, tanto desde el escándalo social que analiza el artículo como desde ciertos significados digamos simbólicos tremendos en tanto imaginario de los hijos (estoy pensando en el filicidio en literatura, donde los "hijos" imaginan filicidios. En Los prisioneros... diferencio el filicidio perpetrado por el padre del perpetrado por la madre, en ese sentido).
Una cosa terrible es la similitud de este caso de esta mujer y la figura de Medea ¿no? Claro que cuando pienso en ese niño de 7 años resistiéndose en la bañadera el estómago no me da para ponerme literaria. Francamente esa mujer no me produce la menor solidaridad y diría que casi me alegré de que se suicidara (en cambio, aislada en la coartada de la ficción, la horrorosa grandeza trágica de Medea sí me produce solidaridad). De todos modos, creo que siempre pensar vale la pena.
¡Saludos!
Elsa Drucaroff